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La palanca invisible

Por: Oscar González Ortiz

Una melodía expresa: “Yo me quedo en Venezuela porque soy optimista”. Esta afirmación, lejos de ser una declaración ingenua, constituye un acto de profunda fe en el ingenio humano que bulle en las calles, comunidades y entre la gente común. Este optimismo no nace de la negación de las realidades complejas, sino que proviene de la observación minuciosa de la fuerza social transformadora que opera desde los cimientos mismos del pueblo.

Recientemente, en la comunidad de un municipio, sentado con la comadre y compadre, compartiendo un café, surgió una pregunta: ¿por qué solicitan carta de exposición y motivos para hablar con un funcionario público? La simpleza de la pregunta esconde una crítica monumental a la arquitectura del poder.

Imaginemos, por un instante, el escenario inverso. Visualicemos a quienes aspiran a un cargo de elección popular o a uno designado por el Poder Ejecutivo, obligados a presentar un documento formal ante cada ciudadano, explicando sus motivos para merecer el voto o la confianza. El mecanismo se invertiría, colocando la carga de la explicación sobre quien desea servir, no sobre quien necesita ser escuchado.

Como diría un famoso comediante, “ahí está el detalle”. La práctica actual convierte el intento de diálogo con ciertos funcionarios en una farsa frustrante, comparable a tener los ojos vendados para golpear una piñata que se mueve de forma impredecible. Para colmo, a menudo debemos averiguar de qué material están hechas estas piñatas institucionales, pues se golpean y golpean sin resultado alguno. Ahora descubro que, al parecer, ya no usan papelillos; la recompensa del esfuerzo colectivo se ha vuelto intangible.

La Burocracia: Un muro moderno

Este procedimiento laberíntico no existía en los albores de la República. Durante la época de la Independencia, el acceso a los líderes, aunque no perfecto, era considerablemente más directo. Simón Bolívar, en su frenética carrera por liberar naciones, se hundía en el lodo de los caminos y dormía en hamacas junto a sus soldados. La idea de que un ciudadano necesitara una solicitud por escrito para exponer una necesidad al Libertador hubiera sido considerada un absurdo contraproducente para la causa revolucionaria. ¿Qué diría Bolívar de este aspecto actual? Probablemente vería en el exceso de formalismo un vestigio nefasto del viejo régimen colonial, una práctica que él asociaría más con la corte de Fernando VII que con el ideal republicano de un gobierno cercano y accesible.

Surge entonces una interrogante fundamental: ¿será una lucha sin fin el burocratismo contra la burocracia? El fenómeno parece una hidra de múltiples cabezas. Alguien ocupa un cargo y, de inmediato, se transforma en una entidad inalcanzable. La importancia autoasignada recrea una micropantomima de la corte española, donde el pueblo debe atravesar un calvario de “cortes” e intermediarios para solicitar una simple audiencia.

La pregunta que está en el aire: ¿para dónde se va el tiempo de un funcionario público? La agenda parece un bien tan escaso que la atención al ciudadano, la razón última de su puesto se convierte en la última prioridad. Frente a este panorama, el pueblo desarrolla su propio diccionario de supervivencia. En los comentarios del artículo anterior, surgieron dos frases reveladoras que el lector consideró ausentes: “¿cuánto hay pa’ eso?” y “tenga buena palanca”.

Estas expresiones, tan coloquiales, encierran una filosofía práctica profundamente inteligente. Estarían citando, quizás sin saberlo, al filósofo Arquímedes de Siracusa, quien afirmaba: “Dadme una palanca y un punto de apoyo y moveré el mundo”. La creatividad popular adapta este principio a la realidad. La “palanca” ya no es un instrumento físico para mover masas, es una herramienta social para mover la estática maquinaria burocrática.

La palanca, en su concepción moderna, no es necesariamente sinónimo de corrupción. En su expresión parece sinónimo de confianza, comunidad, red solidaria. Es el reconocimiento de que el sistema formal está obstruido y que la única manera de destaparlo es mediante la fuerza encontrada en los contactos humanos.

Es la comadre que conoce a quien puede agilizar un trámite, el compadre que puede hacer llegar una petición. Es la palanca invisible del pueblo, una herramienta frente a la opacidad. Esta es la semilla del optimismo: la capacidad de crear sistemas paralelos de eficacia basados en la solidaridad, mientras se presiona para que el sistema formal recupere su sentido original.

La inventiva constante, la búsqueda infatigable de soluciones y la ironía crítica que convierte la frustración en un chiste compartido, son los motores que alimentan la esperanza y la razón por la cual muchos deciden quedarse.

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