Por: Julio Ramos
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Autor : Erre Medina
Era uno de esos personajes que transitan
entre el rechazo y la pena cuando alguien repara en ellos. Su rostro
bulboso y congestionado aparentaba unos cincuenta años que posiblemente
aún no había cumplido. Vestía siempre con las mismas ropas, o al menos
presentaban éstas una aparente uniformidad derivada de su estado de
deterioro y desaseo. Con la torpeza de los borrachos –creo no
equivocarme si digo que jamás vi a mi vecino sobrio- solía farfullar un buenos días
cabizbajo y apenas inteligible cuando se cruzaba con Ana y conmigo en
la escalera. Luego, cuando creía que ya no le veíamos, nos lanzaba unas
miradas que, de venir de alguien menos descompuesto en sus capacidades,
cabría juzgar de preocupantes.
– Es inofensivo – nos dijo un día
nuestra casera a raíz de algún comentario que dejamos caer sobre tan
peculiar compañero de rellano. Luego, bajando mucho la voz, creyó
oportuno añadir: – Está así desde que su mujer lo dejó. Antes era una
persona cabal y hasta instruída, pero un día ella se fue con otro y ya
ven en qué quedó el pobre.
– Pobre –repitió Ana, siempre tan empática. –A la vista está que la quería mucho.
– Fue un golpe muy fuerte. Ella le engañó con un vecino, y de hecho al descubrirse la infidelidad y ser forzada a escoger entre esposo y amante se fue a vivir con éste último, pared con pared con el que fuera su marido.
– ¿Pared con pared? –intervine yo, siempre tan cartesiano. – Eso quiere decir…
– Efectivamente, eso quiere decir que el amante vivía en el piso que ahora ocupan ustedes. También fue ésta durante años la residencia de ella.
– Pared con pared. – remaché con un gesto que pretendía abarcar las connotaciones de dicha proximidad.
– Imagínense. Estos tabiques son de papel…
¡Y tanto que los tabiques eran de papel!
En caso contrario a buen seguro no se habría desencadenado la insólita
tragedia que con presteza me dispongo a relatarles.
Cada tarde, a eso de las cinco –supongo
que ya con el alcohol en pleno proceso de abolición de las más
elementales reglas de la buena ecucación- nuestro vecino tenía a bien
regalarnos lo más granado de la discografía de Carlos Gardel, sin
escatimar en decibelios y enfatizando cada pieza con sus propios gañidos
lastimeros. La sesión de tremebundas historias de amargura y desamor se
solía alargar durante un par de horas, lapso que al parecer precisaba
nuestro inefable compañero de planta para caer derrumbado y sin
posibilidad de volver a darle al play.
Mas la infausta jornada que me dispongo a
relatarles algo debió alterar la alcoholizada rutina de nuestro vecino,
pues pasadas ya las diez de la noche la voz cavernosa de Gardel seguía
desgranando desgracias amorosas de todo tipo, para desespero de Ana y
mío.
– ¡Se acabó! Este me va a oír. – bramé cuando se me agotó la paciencia.
– Díselo con educación. En el fondo me da pena.
– ¿Tú has visto la hora que es?
Llamé con insistencia al timbre del tipejo, sin resultado. Al golpear la puerta con los nudillos, ésta se abrió. Asomé la cabeza.
– ¿Vecino? – pregunté. La vivienda apestaba a sudor rancio y poca ventilación.
Por toda respuesta la música cesó.
– ¿Vecino? – insistí.
– Díselo con educación. En el fondo me da pena.
– ¿Tú has visto la hora que es?
Llamé con insistencia al timbre del tipejo, sin resultado. Al golpear la puerta con los nudillos, ésta se abrió. Asomé la cabeza.
– ¿Vecino? – pregunté. La vivienda apestaba a sudor rancio y poca ventilación.
Por toda respuesta la música cesó.
– ¿Vecino? – insistí.
Ante la falta de respuesta y decidido a
no postergar mi decisión de dejar claras las cosas con aquel despojo
humano en cuanto a usos y costumbres de buena vecindad, entré en el
piso. Era exactamente como el mío, pero con una distribución inversa
(como atravesar un espejo, recuerdo que pensé). Del dormitorio
principal, pared con pared con el mío, se filtraba un lecho de luz
eléctrica bajo la puerta entornada.
– ¿Está ahí? – inquirí. Y ante el pertinaz silencio entré en la habitación.
Estaba vacía. Retuve, antes de recalar
en lo esencial, una pieza empapelada con flores ocres, la cama
sosteniendo un revoltijo de sábanas acartonadas, el maldito equipo de
música, un armario, un espejo de medio cuerpo flanqueado por fotos
antiguas…
Luego reparé en el agujero en la pared,
minúsculo, revelador. Me hubiera bastado con constatar que aquella
sabandija nos espiaba si no hubiera escuchado las voces familiares (las
risas cómplices). Apliqué el ojo derecho a través de la oquedad. El
agujero –deduje- desembocaba en algún ángulo muerto de nuestro mueble
bar, razón por la que desde nuestro lado no lo habíamos detectado. Pero
lo que vi hizo que perdiera sentido e importancia cualquier deducción
sobre la ubicación del mismo: Ana en sus brazos, Ana besando (dejándose
besar) a (por) ese impostor que tenía mi rostro, mis ropas…
La perplejidad que precede a lo
inevitable hizo que buscara un refrendo en el espejo de la rancia
habitación. Y el espejo me devolvió un rostro bulboso y congestionado,
sin duda el mismo –aunque centrifugado por años y abusos- que el que
aparecía en las viejas fotos de boda, cuando Ana aún sonreía a mi lado.
A través de los jirones que interpone en
el raciocinio el alcohol supe lo que debía hacer. Con una mano
temblorosa pulsé el play en el equipo de música y la voz Cavernosa de
Carlos Gardel inundó la estancia, filtrándose por los finos tabiques del
edificio, advirtiendo de mi presencia a los amantes.
Autor : Erre Medina