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Dos jóvenes policías prestaban servicio ese mes en turno de noche. Era el sueño de cualquier defensor de la ley, hacer realidad sus imaginaciones, detener ladrones, conductores borrachos, atender homicidios, agresiones... un largo etcétera de intervenciones que ellos sabían que se iban a producir por la noche. Y es que cuando el sol descansa hay un sexto sentido que comienza a trabajar, por la noche se ven cosas que por el día sería muy difícil apreciar.


Pasaba poco tiempo desde que la medianoche se había instaurado en aquel turno policial. Los agentes se encontraban recuperando fuerzas en su cuartel, con un merecido y breve descanso, que poco duró. De repente apareció por la puerta la sombra de alguien que se acercaba a marchas forzadas. Una vez dentro de las dependencias, un hombre, chino para más concreción, agitado, sobresaltado, y con nulo conocimiento del castellano, hacía repetidos gestos con sus manos agarrándose del cuello y zarandeándose levemente, a la vez que indicaba a los policías con su mano derecha que le acompañaran.

Sin pensarlo un solo segundo, los dos agentes dejaron su comida en la mesa y salieron apresurados tras el chino, que por su forma de correr parecía ser grave la situación que se iban a encontrar minutos después. Se presumía que podría ser un caso de violencia de género por el ataque de un marido alcoholizado que tras llegar a su casa habría tenido alguna ruin escusa para golpear a su mujer, que atemorizada no tendría ni fuerzas para denunciarlo.

Cuando por fin el chino se detuvo frente al portal de un edificio de diez plantas, señaló hacia el interior, pero no se atrevió a entrar. Aquello estaba muy oscuro. Nada más entrar, los agentes encendieron la luz del rellano y sin apenas poder reaccionar, en parte condicionados porque creían que iban a atender un caso de malos tratos, al fondo del estrecho túnel que da acceso a los ascensores vieron una figura suspendida en el aire. Solo fue al acercarse cuando despertaron ante lo que tenían allí delante, una imagen que no podrían olvidar el resto de sus vidas, algo que no iban a ver todos los días.

Un hombre colgaba por el cuello de una cuerda atada a la barandilla del primer piso. Era la primera vez que intervenían con un ahorcado. Uno de los agentes, con conocimientos en enfermería, tomó el pulso de aquel hombre. –Tiene pulso, tiene pulso, vamos a descolgarlo, rápido. Gritó enérgicamente y de inmediato el otro policía subió a la primera planta golpeando las puertas en busca de un cuchillo con el que cortar aquella homicida cuerda.

Era inútil, aquel hombre llevaba muerto algunas horas, las maniobras de reanimación cardiopulmonar resultaron en vano, ellos lo sabían, pero había que intentarlo. La llegada del médico de guardia sirvió para certificar la muerte. Aquel alma se había marchado mucho antes de que los agentes llegasen, dejando en este mundo una familia desconsolada. Perder el trabajo y los problemas con la bebida fueron el currículum para encontrar un puesto en el cielo.

Muchos años después, la patrulla que atendió el servicio aquella fatídica noche no ha logrado olvidar el suceso y todavía lo comentan en los corrillos policiales como el servicio que nunca jamás habrían querido atender.

Juan Antonio Carreras Espallardo 

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