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Por: Kate Nateras

De: Cultura Colectiva


Mi abuelo, el que cuidó de mí hasta su último aliento.


Mi padre se fue de la casa cuando apenas tenías unos meses de nacida, mamá se quedó a cargo de las cuentas, de su cuidado, de los problemas del hogar… y de una familia: ella, mi hermano y yo. Mi padre se fue porque, evidentemente, nuestra casa no era su lugar, porque la responsabilidad no era “lo suyo”, porque su libertad era mucho más importante que nosotros y está bien. Éramos los tres contra el mundo, los tres contra todo y todos.

Mi abuelo tomó su lugar, nadie se lo pidió y aun así sabía que alguien debía darnos una figura paterna, sabía que alguien tenía que decirnos qué era lo que estaba bien y lo que estaba mal .

Alguien tenía que enseñarnos a andar en bicicleta, ensenarnos las tablas de multiplicar y leernos cuentos antes de dormir. Alguien tenía que hacer esas cosas mientras mamá trabajaba para sacarnos adelante. Lo hizo de corazón, lo hizo con toda la nobleza que lo caracterizó, lo hizo con todo el amor que le sobraba para dar. Lo hizo porque nos amó desde el primer día que nos vio.

Jamás nos faltó nada, me atrevo a decir que ni siquiera nos hizo falta tu imagen porque él se encargó de, no de sustituirla, sino de tomarla mucho mejor. Porque él se encargó de transmitirnos valores, reglas, humildad y nobleza, tales como las que él tuvo. Porque nunca nos faltaron abrazos inesperados, ni besos que limpiaran nuestras lágrimas. No nos faltaron palabras de motivación y de esperanza que, hoy, agradecemos y formaron los adultos que somos.

Mi abuelo, ese señor necio de baja estatura y sonrisa coqueta; mi abuelo, con ojos pequeños y color aceituna, mi abuelo, al que no le importaba dar todo sin recibir nada a cambio; mi abuelo, el hombre más fiel, noble, sincero y apegado a sus principios. Mi abuelo, el hombre que me salvó infinidad de veces, el que jugaba conmigo sin importar que su cabello estuviera de por medio. Mi abuelo, el que fue mi padre; mi abuelo, el que cuidó de mí hasta su último aliento.

Mi abuelo tenía superpoderes para sanar desde raspones por jugar donde no debíamos, hasta heridas del alma. Mi abuelo tenía superpoderes para convencernos de que todo estaría bien, de que no había mal que durara 100 años, de que no había dolor tan intenso que no sanara, que no había un problema que no tuviera solución; que la vida con amor es más amena.

Más mi padre que mi abuelo, un ser humano eterno que sigue en mí aunque haga falta en casa. Mi abuelo, el hombre convertido en luz que, después de iluminarnos a nosotros, hoy se encarga de iluminar el cielo. Mi abuelo, el hombre que me vio crecer, y que hoy, gracias a él, soy quien soy. Gracias, abuelo, por los cuidados, el amor y por el humano en el que me convertiste, sin ti nada hubiera sido igual. Sin ti nada es igual.
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