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El maíz que sobrevivió al Imperio /Oscar González Ortiz

Bajo el sol de las 11:00 p.m., mientras el dólar galopa en los grafismos del mercado paralelo, Petra amasa arepas en un rancho de Calabozo. Su harina —mezcla de esperanza y resistencia— proviene de un maíz que seguramente Simón Bolívar conoció en los campos de Carabobo.

Esa semilla, testigo de batallas y bloqueos, es un tratado político no escrito: mientras el mundo discute sanciones, científicos como Víctor Crespo Ferrer, rescatan el maíz cariaco Cresvic, variedad ancestral que nutre cuerpos e ideales. La historia se repite en ciclos agrícolas. En 1810, Bolívar financió la independencia con haciendas de cacao y café,  pero fue el maíz —heredero de los pueblos cumanagotos— el alimento que sostuvo a las tropas.

Siglos después, Hugo Chávez decretó en 2008 a Venezuela “Territorio libre de transgénicos”, blindando jurídicamente las semillas autóctonas contra corporaciones como Monsanto. Hoy, en laboratorios, el profesor Crespo perfecciona el cariaco Cresvic; su lucha evidencia una verdad olvidada: las semillas son armas geopolíticas.

Su proyecto rechaza agroquímicos: “Usa biocontroladores de plagas a base de ají picante y ajo”, explica en videos divulgativos. Este enfoque ecosocialista materializa el artículo 37 de la Ley del Sistema Económico Comunal: “El conocimiento popular es propiedad social”. El cariaco Cresvic nutre también símbolos, el maíz cariaco no es sólo un cultivo: es memoria genética, los indígenas tamanacos lo llamaban “erepa” —origen lingüístico de “arepa” — y lo almacenaban en trojes ahumados para evitar gorgojos.

Quien controla las semillas, controla el futuro

El bloqueo económico aceleró esta revolución agrícola. Con sanciones que limitan importaciones de alimentos, esas medidas ilegales obligaron a mirar al surco; la soberanía alimentaria se construye entre bombas de agua y germina esperanza en medio del asedio. Cada mazorca es un acto de fe en el presente, cada semilla un futuro que ya comenzó.

No son plantas cualesquiera, el maíz cariaco Cresvic, es una variedad recuperada tras años de investigación participativa con campesinos. Ese trabajo va más allá de lo agronómico: es un desafío a la dependencia alimentaria. Mientras empresas transnacionales promueven semillas híbridas que exigen agroquímicos, el cariaco Cresvic crece en suelos pobres, resiste sequías y ofrece un porcentaje más de proteína que los híbridos industriales.

El proyecto Cariaco Cresvic no surgió en un centro de investigación convencional: nació de la alianza científico-campesina, donde saberes ancestrales y datos técnicos se fusionaron para crear un maíz que no necesita fertilizantes sintéticos. La batalla por esta semilla evoca estrategias libertadoras, su resistencia genética es comparable a la de los lanceros de Páez: ambos se adaptaron a entornos hostiles usando lo disponible.

Cada semilla preservada es también un acto de desobediencia frente a leyes de propiedad intelectual que patentan la vida. Cuando Hugo Chávez alertó sobre los transgénicos como neocolonialismo biológico, no era retórica: en 2013, Venezuela aprobó una de las más avanzadas leyes de semillas de América Latina, reconociéndolas como “bien común inalienable”. La norma, redactada con movimientos sociales, prohíbe el registro de variedades autóctonas bajo derechos de obtentor.

La conexión entre liberación nacional y soberanía alimentaria no es metafórica. Durante el bloqueo actual, la diversidad genética se volvió estratégica; hoy cuando importar agroquímicos se hace imposible, variedades como el maíz cucaracho (rayado) o sangre toro (rojo intenso) crecen sin insumos externos.

La mesa venezolana es un mapa político

Sociológicamente, platos como el pan de horno (hecho exclusivamente con cariaco) o el carato llanero (bebida fermentada ancestral) son declaraciones de identidad. Cuando una familia prepara arepas con maíz criollo en lugar de harina industrializada, replica el gesto de Bolívar quemando naves españolas; rompe con una dependencia disfrazada de modernidad. El sabor terroso del cariaco  —catalogado en Slow Food como patrimonio en riesgo— lleva inscrito un código de resistencia: sabe a tierra libre, no a mercancía globalizada.

En el campo donde el maíz florece sin permiso de trasnacionales, cada mazorca es un mapa posible direccionado al futuro. El conocimiento limitado no implica desconocimiento, dice el mensaje, en cada arepa que los venezolanos comen, aunque ignoren el origen de la harina, late allí una memoria celular de resistencia; despertarla es el desafío.


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