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Cuenta regresiva humana

Oscar Humberto González Ortiz

Mientras el café mañanero humea en el fogón de una casa en Soledad y Bonanza, un obrero ajusta su casco antes de subir el andamio en Guardatinajas y una maestra revisa los cuadernos de los alumnos en Puente Bolívar, a la vez que late una pregunta que pocos se formulan con honestidad: ¿reconocemos la cuenta regresiva de nuestro último instante?

La mañana comienza con mensajes cifrados de angustia en las redes sociales, voces que piden orientación frente a la incertidumbre médica, económica, dolencias físicas y desesperanza existencial; cada mensaje es un mapa de vulnerabilidades compartidas.

Justo cuando estaba leyendo el libro Haciendo el Viaje con Dios, en la Ruta 316, una pregunta irrumpe con fuerza tectónica: ¿cómo reconoceremos el instante final? Esta interrogante, constituye un ejercicio político radical en tiempos de crisis sistémica, revela la relación con la temporalidad y la comunidad. 

La historia brinda espejos donde mirarnos: Simón Bolívar, tras liberar países, falleció en Santa Marta rodeado por pocos fieles. Hugo Chávez, después de batallas políticas y médicas, partió con su pueblo inquebrantablemente instalado a las puertas del hospital. Jesús de Nazaret, según la tradición, por sus poderes proféticos sobre los acontecimientos conocía la traición y crucifixión, esta última realizada al lado de dos personas, los llamados “ladrones bueno y malo”. ¿Recuerdas sus nombres?  Las personas consultadas no pudieron.

Estos desenlaces ilustran una paradoja humana: La grandeza histórica no inmuniza contra la fragilidad corporal. Esta semana conversé con dos supervivientes de quimioterapias. Recordé la doctora que falleció prácticamente en su propio hospital. Seguí el caso de la niña operada de médula espinal. Leí los mensajes de tres personas solicitando ayuda para enfrentar la leucemia. Visité a la señora recién operada de la cadera. Escuché acerca de un hospital donde nombran una sala con el nombre de una moto. Lloramos a la prima que falleció por infarto. Acompañamos al amigo con la coordinación de un marcapasos. Escuchamos a la señora que está en fase de metástasis. Este mosaico de vulnerabilidades configura un mapa ineludible: la salud como territorio de desigualdades, el momento final pareciera llegar con pasaporte de clase social. 


Los nombres en el umbral

La pregunta esencial emerge de esta cotidianidad herida: ¿quiénes estarán junto a nosotros cuando el reloj biológico marque la hora cero? Muchos dedican días a quejas estériles, acumulación obsesiva de bienes, o indiferencia calculada hacia el prójimo. Estas estrategias existenciales muestran un vacío ante el espejo de la finitud. Nada de lo acumulado materialmente cabe en el último suspiro ni en el ataúd, sólo permanece el registro emocional de las presencias o ausencias alrededor. 

La política verdadera comienza en estos reconocimientos: Los sistemas económicos premian el individualismo feroz. Las estructuras sanitarias reflejan jerarquías de valor sobre qué vidas merecen salvación. Algunas rutinas urbanas atomizan lo comunitario. ¿Qué hacer ante esta arquitectura de desconexión?

La señora que está en fase terminal de metástasis reclama por el silencio de una política de salud; el sobreviviente de quimioterapia que celebra cada amanecer exige una epistemología de la gratitud cotidiana. Existe un reloj invisible avanzando en cada pecho, su tic-tac callado debería reordenar prioridades colectivas. Mientras debatimos modelos económicos, este mecanismo orgánico sigue el curso implacable; mientras discutimos ideologías, cuerpos frágiles libran batallas terminales en salas de hospitales. 

La gran enseñanza de quienes enfrentan su mortalidad con lucidez es una sola: la felicidad no es destino sino la forma de viaje. Ser feliz es un acto de resistencia política. Es rechazar la cultura del malestar perpetuo que beneficia a determinados sistemas. El desafío histórico para la sociedad humana radica en construir arquitecturas institucionales que no discriminen por tipo de sangre o capacidad de pago; sistemas de salud con economías que midan su éxito no en barriles extraídos sino en amaneceres disfrutados por sus ciudadanos; comunidades donde la vejez no sea sinónimo de abandono; políticas públicas que entiendan que el desarrollo verdadero se mide por la compañía con que enfrentamos los últimos instantes. 

Cuando ese día llegue, como llegó para Bolívar en San Pedro Alejandrino, como llegó para Chávez en el Hospital Militar, como llega hoy para una niña en terapia intensiva, y como llegará para cada uno de nosotros, la única riqueza real serán las manos que sostengan las nuestras; todo lo demás es ruido. 

Cada acto de bondad, cada gesto de acompañamiento concreto —llevar una sopa al enfermo, sostener la mano del anciano en el hospital, escuchar sin prisa al deprimido— es un ensayo para la coreografía final. Son los ladrillos con los que construimos, desde ya, el círculo de luz que nos rodeará cuando llegue el adiós. En esa hora, no preguntarán cuánto acumulamos, no importará qué cargos tuvimos. 

Por eso, mientras el café sigue humeando, el obrero sube el andamio y la maestra corrige los cuadernos, recordemos: la política más radical es vivir como si hoy fuera el ensayo general de nuestro último acto ¡Recuerde ser feliz! 

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