El mercado del tiempo: Del saco a lo digital
Oscar Humberto González Ortiz
Tarareando la memoria colectiva a través de esta melodía: “Que llueva café en el campo”, aprecio realidades que se experimentan en el supermercado; la escena observada seguramente se repite cada día: una niña llorando porque los padres no pueden comprarle galletas. En la caja, al momento de cancelar, la selección de productos parece un ejercicio de minimalismo forzado: medio litro de aceite, dos cebollas, tres tomates, dos plátanos, medio cartón de huevos, 400 gramos de caraotas, una mortadela, dos sardinas y medio kilo de queso. Esta lista no refleja preferencias alimentarias, parece el mapa de lo económicamente posible, menú de supervivencia. Mientras veo esta realidad, la mente viaja en el tiempo, buscando respuestas en nuestro pasado colectivo.
Del trueque al dólar
En la Venezuela de 1820, Negro Primero o bien Juan José Rondón y sus soldados probablemente obtenían provisiones mediante sistemas comunitarios donde el trueque y la reciprocidad eran moneda corriente. Los mercados coloniales funcionaban bajo lógicas distintas: sin fluctuaciones cambiarias, poca inflación galopante, inexistente necesidad de calcular cuántos salarios mínimos costaba un kilo de carne; la comida posiblemente llegaba a las mesas a través de redes locales de producción y distribución que, aunque precarias, tenían una relación directa entre lo que se sembraba y lo que se consumía.
También es más que evidente que no existían supermercados, bolsas plásticas y el temor diario por la cotización del dólar, teníamos sacos para llevar la compra y mulas o burros para transportarla. La compra de alimentos se desarrollaba en actos comunitarios: mercados al aire libre, ferias, pulperías y trueques en plazas polvorientas.
Por otro lado, los curas de Guardatinajas en el siglo XVIII organizaban sus provisiones bajo un sistema completamente diferente, posiblemente sacos de yute sobre lomos de mulas, y por supuesto que no cargaban bolsas con códigos de barras. Las compras de alimentos eran actos ritualizados, donde las transacciones monetarias convivían con intercambios en especie, no existiendo la ansiedad del dólar paralelo, pero tampoco había acceso a la diversidad de productos que hoy damos por sentado —cuando están disponibles y son accesibles.
El dinero, si acaso, eran monedas de plata que no perdían valor de la noche a la mañana. El contraste con nuestra realidad actual no podría ser más dramático; actualmente, hacer mercado requiere dominar complejos cálculos mentales: usar Apps para convertir precios a dólares, al comprar con el salario mínimo se requiere decidir qué sacrificar; el acto cotidiano de alimentar una familia es una ecuación matemática donde las variables cambian más rápido que la capacidad de adaptación del ciudadano común.
Hoy, comprar comida puede ser angustiante. ¿Cuánto cuesta hoy el kilo de queso? ¿Subió el dólar esta mañana? ¿Alcanzará el salario digital o el cesta-ticket? Cada producto escaneado en la caja registradora recuerda que la moneda ya no es un medio, parece más un obstáculo. La tecnología introduce nuevos elementos en esta ecuación: El bolívar digital, cesta- tickets, pago móvil y transferencias digitales conviven con el dólar efectivo, creando ecosistemas financieros fragmentados donde cada forma de pago tiene su propia tasa de cambio implícita, como también originando la siguiente pregunta: ¿Pagará en bolívares o dólares?
Sin embargo, lo más revelador no es lo que la gente lleva, es lo que deja atrás; las galletas que la niña no tuvo, los huevos que faltaron, la carne que se volvió un lujo. ¿Cómo recreamos en el imaginario a San José de Guaribe en el año 2050? Es fácil imaginar escenarios contradictorios con un futuro distópico donde la comida viene en cápsulas y el bolívar es un nombre nostálgico en una aplicación blockchain.
Pero también cabe soñar escenarios en los cuales la moneda no se evapore, el mercado no sea un campo minado de especulación; quizás, en ese futuro, recordaremos estos días como una época de transición, en la que el pueblo aprendió a reinventar su economía en medio del caos. María y Pedro, los padres de esa niña, pueden pensar que estas reflexiones son producto de la locura. Pero no hay locura más grande que normalizar los malabares que hoy hacen para comprar comida; ver a alguien pagar por lo menos con siete formas distintas de dinero (efectivo bolívares, efectivo dólares, aplicación de compra a crédito, transferencias, cesta ticket, pago móvil, Zelle) no es innovación financiera, es resistencia. Y en esa resistencia, aunque no llueva café, sigue latiendo la esperanza para convertir ingresos insuficientes en comida suficiente.
En este sentido, tal vez tengamos más que aprender de los sistemas comunitarios del pasado que de las finanzas digitales del futuro.