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Mientras en Tucupido
Oscar González Ortiz

La mañana en Tucupido transcurre con la cadencia ancestral de los pueblos llaneros; el olor a café recién colado se mezcla con el canto de los gallos. Un campesino revisa sus matas de ají, niños corren hacia la escuela. En esa misma hora exacta, a miles de kilómetros, misiles hipersónicos surcan la atmósfera y precisamente no en ejercicios simulados.

Esta simultaneidad define nuestra era: la absoluta desconexión entre la realidad inmediata y las amenazas existenciales que gravitan sobre la humanidad. La pregunta del habitante de Tucupido —“¿y yo qué tengo que ver con eso?”— encierra una verdad profunda y aterradora: La guerra total no reconoce fronteras ni inocentes, su sombra alcanzará incluso al rincón más apacible del planeta. La escalada bélica de estas semanas posee características inéditas.

Menos de diez naciones detentan el monopolio del terror nuclear; mientras algunos venezolanos remojaban su pan dulce en el café con leche, esas potencias desplegaron tecnologías de destrucción que desafiaban la comprensión humana. Armas hipersónicas capaces de reducir ciudades a escombros en minutos, sistemas de misiles probados en escenarios que simulan el Apocalipsis.

Esta danza macabra ocurre lejos de nuestra vista, pero sus consecuencias potenciales son tan locales como el árbol de mango-bocado en el patio de una casa en Guárico; la ilusión de distancia es un espejismo peligroso. En la era de la interdependencia global, un conflicto entre superpotencias no tendría vencedores, sólo escombros humeantes donde hoy florecen comunidades enteras. 

La disociación del apocalipsis

El verdadero peligro reside en la normalización de lo impensable, la humanidad desarrolla una peligrosa capacidad para disociar su vida cotidiana de la espada de Damocles nuclear. Seguimos partidos de fútbol, planificamos cosechas, celebramos cumpleaños, mientras cabezas de guerra se apuntan mutuamente en silencio; un apagón eléctrico —fenómeno conocido en nuestras comunidades— podría ser, en otro contexto, el primer parpadeo del fin. 
Esta disociación no es accidental, es un mecanismo de supervivencia psicológica, pero también un fracaso colectivo que nos impide reaccionar con la urgencia que la situación demanda. Convertimos la extinción potencial en un ruido de fondo lejano, en tema de películas de ciencia ficción, no en la prioridad que debería ser. La pregunta central es brutal en su simplicidad: ¿Estamos preparados para sobrevivir? La respuesta científica es desoladora. No existe plan de contingencia viable para una guerra nuclear generalizada. Los “refugios antiaéreos” son reliquias de la Guerra Fría, inútiles ante el poder destructivo actual.

Los sistemas médicos colapsarían en horas, la agricultura se vería diezmada por el invierno nuclear. Como civilización dejaríamos de existir, esta tecnología hipersónica añadirá otra capa de horror: su velocidad anula cualquier posibilidad de reacción o interceptación efectiva. Actualmente, ningún sistema defensivo garantiza neutralizar una andanada de estos proyectiles. Son la materialización del concepto “disparar primero, preguntar después”, llevado a su máxima expresión letal. 
El costo de esta locura armamentística adquiere dimensiones obscenas cuando se contrasta con las necesidades planetarias; el presupuesto dedicado a desarrollar y mantener estos arsenales de aniquilación podría financiar revoluciones sociales. Imaginen: con el costo de un mísil balístico intercontinental, se pueden construir unos cuantos hospitales bien equipados en cualquier país que no cumpla los estándares de Tercer Mundo; por cierto, no recuerdo en qué mundo estamos; en este momento recuerdo que contamos con uno, llamado Tierra.

El presupuesto anual de un programa hipersónico alcanzaría para universalizar el acceso al agua potable en América Latina; los billones de dólares gastados en esta carrera hacia el abismo podrían erradicar el hambre, financiar la transición energética global o garantizar educación universitaria gratuita para una generación entera. Cada ojiva representa escuelas no construidas, investigadores no financiados, puentes no tendidos, es una bancarrota moral disfrazada de seguridad nacional. 

La conciencia de esta insensatez lleva al habitante de Tucupido a modificar sus oraciones nocturnas: ya no basta con pedir bienestar familiar o salud, ahora debe rogar simplemente porque el mundo amanezca. Esta evolución en la plegaria popular es un síntoma devastador, revela que la supervivencia misma de la especie deja de ser un dato asegurado para convertirse en un deseo incierto. 
La pregunta final del usuario contiene una chispa de lucidez revolucionaria: ¿Sería descabellado proponer ejercicios globales de paz? Imaginemos cumbres internacionales donde, en lugar de simulacros de guerra, las naciones practiquen diplomacia preventiva, desplieguen equipos de mediación de conflictos, simulen respuestas coordinadas a crisis humanitarias o ensayen protocolos de desarme verificado. Estos ejercicios de paz requerirían tanto coraje y coordinación como los militares. Demandarían una redefinición radical de lo que significa “seguridad”. 
En un planeta interconectado, la verdadera seguridad ya no reside en la capacidad de destruir al otro, es la habilidad colectiva de evitar la destrucción mutua; Tucupido no es una isla, su destino, como el de Hiroshima, Irán o Gaza, estará ligado a decisiones tomadas en capitales lejanas. La paz, por lo tanto, no puede ser un ejercicio exclusivo de las potencias nucleares, debe ser la práctica constante de los 185 países que, como el nuestro, aunque no tengamos misiles, tenemos todo que perder.
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