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Paz imperfecta

Por: Oscar González Ortiz

La existencia humana se desarrolla en territorio incierto, donde las expectativas chocan de manera constante con la realidad tosca y sin pulir. Anhelamos trayectorias rectas, resultados predecibles, guiones que se ajusten a nuestros deseos. Sin embargo, la vida, en su esencia caótica y libre, se niega a seguir nuestro libreto.

Esta divergencia entre lo esperado y vivido constituye una de las fuentes primordiales de nuestra infelicidad contemporánea. El problema fundamental estriba en que hemos edificado elevadas torres de estándares, complejas, y que hemos perdido la capacidad de apreciar la belleza robusta de lo simple y suficiente. La felicidad se convirtió en producto de consumo, con especificaciones detalladas que su obtención resulta casi milagrosa.

En lugar de buscar armonía en lo cotidiano, perseguimos quimeras de perfección que, por definición parecen inalcanzables. Este estado de perpetua insatisfacción es caldo de cultivo ideal para malestar social, frustración colectiva y en sus expresiones más virulentas llegan a conflictos. Ante este panorama, se vuelve sensato, urgentemente necesario, comenzar a ensayar ejercicios para la paz.

La anhelada pero esquiva paz

No debemos ver la paz como concepto abstracto y lejano, reservado para tratados entre naciones; hay que apreciarla como disciplina personal y comunitaria que practiquemos a diario. Esto implicará entrenamientos conscientes para desactivar la agresividad en el comentario, valorar la estabilidad sobre la emoción del caos, encontrar satisfacción en lo que se tiene mientras se trabaja, por lo que se puede legítimamente aspirar.

La paz exige esfuerzos belicosos contra nuestros propios demonios internos: envidia, impaciencia, intolerancia a la frustración; esta lucha interna es el primer campo de batalla. La lectura reciente de un artículo que detallaba los “diferentes ríos de guerra” que fluyen por el mundo, expresan más de cincuenta conflictos activos, que ofrecen perspectivas aterradoras. Son imágenes dantescas que deben horrorizarnos hasta la médula.

Resulta entonces profundamente incomprensible, contradicción que raya en lo patológico, que existan compatriotas que, desde la comodidad de una vida no alcanzada por el horror bélico, invoquen, promuevan o romanticen la idea de un conflicto armado en nuestro suelo. ¿Será acaso necesario que algunos venezolanos experimenten el estallido de una granada, la angustia de la escasez absoluta, el dolor de enterrar a un hijo, para comprender la monstruosidad que desean?

Quienes claman por violencia como solución política, parecen niños que juegan con fósforos en polvorines, no midiendo las consecuencias, porque nunca han visto arder el mundo; aquella frase adquiere vigencia escalofriante: no es lo mismo invocar al diablo que verlo llegar. Se puede corear consignas belicistas desde una tribuna, pero el sonido de los disparos, el olor de sangre y el sabor de la ceniza son experiencias que marcan para siempre y de las que no hay retorno.

El eco de las espadas

Imaginemos por instantes el pensamiento de los gigantes sobre cuyos hombros se suponía que debíamos estar parados. Simón Bolívar, el hombre que gastó su vida y salud en campañas titánicas para liberar territorios y a sus pueblos del yugo de la guerra, contemplaría el panorama actual con desolación absoluta. Su proclama no sería de guerra, consistiría en conmovedora incredulidad.

Preguntaría, con voz quebrada por el asombro, por qué, habiendo luchado tanto para ganar el derecho a labrar nuestro propio destino en paz, hay quienes ansían sembrar de nuevo cadáveres en los campos que deberían estar llenos de cosechas. Su genio se revelaría no en llamado a las armas, serían arengas apasionadas por la cordura, invocando la razón y el recuerdo sagrado de los que cayeron por una causa diametralmente opuesta a la frivolidad con que algunos hoy hablan de confrontación.

De igual forma, la figura del General José María Carreño emerge desde los libros de historia con la autoridad que dan las cicatrices; herido en combate en múltiples oportunidades, sintió en su carne el precio de la libertad. ¿Qué pensaría al ver que el sacrificio de toda una generación, el dolor que soportaron para legarnos una nación en paz, es puesto en tela de juicio por quienes nunca han tenido que cargar un fusil ni ver morir a un hermano por una bala? Su lección no estaría en la técnica militar, se observaría en la descripción cruda y visceral de la realidad de la guerra. Su heroísmo no consistiría en alentar más combates, emplearía su estatura de héroe para disuadirnos de cometer la insensatez de buscar guerra.

Tenemos problemas, es una verdad irrefutable; retos profundos, complejos, que exigen soluciones inteligentes, valentía cívica y voluntad férrea de diálogo. Precisamente por la magnitud de estos desafíos, es una locura absoluta, un acto de autoflagelación colectiva, estar a la expectativa de invocar problemas mayores.

Añadir el fuego de la guerra a nuestros males actuales es como querer apagar un incendio con gasolina. La solución no reside en la destrucción, está en la construcción metódica, aunque sea lenta, de acuerdos. La pregunta final, la más crucial, no es qué pensarían Bolívar o Carreño. La pregunta del momento de la historia, en medio de la fragilidad de nuestra convivencia, es mucho más directa y personal: ¿qué piensas tú? ¿Vas a ser parte del problema, añadiendo leña al fuego de la confrontación, o vas a ser parte de la solución, practicando y exigiendo, desde tu espacio, los ejercicios diarios para la paz imperfecta, pero posible? 

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