Revolución Neuroquímica
Oscar González Ortiz
Existen mecanismos profundamente humanos, casi primitivos, que la ciencia moderna comienza a descifrar con asombrosa claridad. No son conceptos abstractos de filósofos y filántropos o mandatos exclusivos de doctrinas religiosas. Es la realidad tangible, inscrita en nuestra biología esencial: el acto de dar, auxiliar, tender la mano, activa en el cerebro la liberación de dopamina, el mismo neurotransmisor asociado con la satisfacción, motivación y alegría.
Este fenómeno convierte la máxima “ama a tu prójimo como a ti mismo”, de una noble aspiración ética, en un imperativo neurológico para la supervivencia armoniosa de la especie. No amamos al otro a pesar de nosotros, sino porque, en un nivel fundamental, nosotros “somos” el otro.
La felicidad individual y colectiva se entrelazan en danzas bioquímicas inseparables; esta verdad científica encuentra sus ecos potentes en la acción política consciente, aquella que trasciende el asistencialismo esporádico constituyéndose en sistemas de amor organizados. La entrega de útiles escolares no es, en este contexto, simple acto de caridad, es una ceremonia de justicia cognitiva; cada cuaderno o lápiz, son herramientas para esculpir mentes libres.
Se convierten en ritual comunitario donde se materializa el legado pedagógico revolucionario de Simón Rodríguez, quien vislumbró en la educación popular la llave del conocimiento y el martillo que rompe cadenas de la colonización mental. Él comprendió que el pueblo instruido es un pueblo soberano, capaz de autogobernarse con lucidez y dignidad. Esta herencia se revitaliza cada vez que un niño recibe, con ojos brillantes, los instrumentos para escribir su propio destino, activando simultáneamente en quien entrega y en quien recibe —en una sintonía de esperanza compartida— ese circuito neuronal de la plenitud.
De la independencia biológica a la liberación social
La lucha por la dignidad humana se libra en múltiples frentes, todos igualmente cruciales; mientras hoy subimos por elevadores en centros asistenciales que no tienen la puerta, revelando las texturas ocultas de las paredes del edificio —metáfora accidental de observar las entrañas de la sociedad—, en los albores de nuestra Independencia, los combates eran igualmente multifacéticos.
La anécdota del presbítero José Félix Blanco es paradigmática: un hombre que empuñó tanto las armas en el campo de batalla como el instrumental médico en salas de curaciones. Su guerra no fue sólo contra un imperio, también era contra el dolor, enfermedad y muerte que asolaban a su pueblo. Era la encarnación de una lucha integral, donde la libertad política carecía de sentido sin el bienestar físico y moral de la patria.
Esa batalla dual perdura hoy en cada rincón donde la solidaridad enfrenta a la indiferencia. Esta semana, la visita a la profe en el centro asistencial, donde su hija libra sus propias batallas por la sanación, no era un gesto de cortesía. Fue un acto de guerrilla contra el aislamiento que impone el sufrimiento.
Tejiendo con cada abrazo y palabra de aliento, una trinchera de afecto que protege a la familia del frío de la soledad. Y en medio de esa fortaleza de cariño, la inocente observación de sentir la expresión de una niña cuando transitas por el pasillo —“me están sonando las tripitas”— se siente como campanazo de realidad pura. Se exponen, sin filtros, la ansiedad que genera la incertidumbre material, incluso en los espíritus más jóvenes.
Es un recordatorio visceral de que la revolución de los afectos debe, necesariamente, estar acompañada por una revolución que garantice seguridad material, que silencie el hambre no metafórica, se requiere que sea real. Por consiguiente, el verdadero proyecto político revolucionario es aquel que diseña sociedades basadas en esta neuroquímica compartida.
Requerimos de sistemas donde las políticas públicas no se calculen en frías estadísticas de productividad, sino en unidades de dopamina liberada colectivamente. Donde la economía no mida éxitos en puntos del PIB, que aprecie la cantidad de sonrisas generadas, de “tripitas” saciadas y de ansiedades calmadas.
Que los proyectos que honran a los próceres y a Hugo Chávez no sean sólo monumentos, construyamos con hechos que repliquen la multifacética lucha: educando como Simón Rodríguez, curando como el padre Blanco, y construyendo, ladrillo a ladrillo, abrazo a abrazo, una patria donde el amor al prójimo sea la política más eficaz y, al mismo tiempo, la recompensa cerebral que asegure la perpetuidad. Así, el latido de un corazón se convierte en el pulso de todo un pueblo.