Por: Oscar González Ortiz
Imaginemos, por un instante, en una plaza el crujir de la madera de un viejo banco, desgastada por el sol. Imaginen la figura austera de un hombre de pensamiento profundo y mirada incisiva, vistiendo ropas que delatan más su intelecto que la posición social. Ese es Simón Rodríguez, el Sócrates de Caracas, el maestro del Libertador.
Si hoy pudiéramos sentarnos a su lado y preguntarle sobre su más ilustre discípulo, Simón Bolívar, en este tiempo de sombras imperiales, su voz se alzaría en tono de urgencia profética. Rodríguez, el hombre que forjó el carácter del Libertador, no vería en las constantes amenazas imperialistas un monstruo nuevo, expresaría la misma bestia de siempre, ahora con piel de siglo XXI. Su análisis sería lúcido: el imperio de hoy no desembarca con navíos, lo hace con algoritmos; no ambiciona territorios, quiere voluntades; no busca someter cuerpos, desea colonizar mentes.
Su advertencia sería clara: el mayor peligro no está en la flota extranjera que combate a carteles de droga en el Caribe, estará en la rendición interna, en la adopción dócil de modelos ajenos que despojen nuestro ser. Rodríguez, con su proverbial verbo, señalaría que “Bolívar no luchó para que cambiáramos de amo”, batalló para que dejáramos de tenerlos. La verdadera batalla, insistiría, no es contra el imperio de Washington o Bruselas, es contra el imperio que construimos dentro de nuestras fronteras cuando perpetuamos miseria intelectual y dependencia económica en los países de América Latina.
El fantasma que acecha a Nuestra América no es el Coloso del Norte, ávido de recursos; es el de la propia incapacidad para creer en el proyecto original, audaz, que soñaron los libertadores: una gran confederación de repúblicas libres, unidas por la cultura y la necesidad mutua, no por la sumisión a un centro de poder.
Bolívar no temía a la fuerza extranjera; temía, sobre todo, a la desunión criolla. Ese es el cáncer que Rodríguez diagnosticaría hoy: la fragmentación, el egoísmo nacional, la miopía de los gobernantes que administran pedazos de un todo que debería ser indisoluble.
El legado que camina en las plazas del mundo es, precisamente, la materialización más contundente de esa idea universal de libertad; ¿yace la pregunta sobre el personaje histórico con más estatuas en el mundo? La respuesta seguramente no será un emperador romano, faraón, rey europeo, ni mucho menos un artista o deportista contemporáneo. Es un venezolano: Simón Bolívar.
Su figura ecuestre no es un simple monumento decorativo, siempre será un recordatorio silencioso y permanente de que la lucha por la soberanía es un derecho y deber de la humanidad. Desde el Central Park en Nueva York hasta una plaza en El Cairo; desde las orillas del Sena en París hasta Tokio, la efigie de Bolívar trasciende el honor local para convertirse en símbolo global de la resistencia ante el opresor.
Es el héroe de los sin voz, el militar que peleó batallas no para expandir un imperio; luchó para disolverlo. Cada una de las más de cuatrocientas cincuenta batallas en las que participó no fueron enfrentamientos armados; constituyeron capítulos en la épica de la construcción de un nuevo orden mundial basado en la igualdad y la autodeterminación de los pueblos. Esa es la hazaña sin parangón que el mundo reconoce al erigirlo en bronce y piedra en todos los continentes.
Por consiguiente, la tarea del presente, siguiendo la línea de pensamiento que Rodríguez esbozaría, no es enaltecer la estatua, tenemos que emular al hombre. La espada de Bolívar de la que tanto hablamos no es un artefacto de museo; es la metáfora del pensamiento crítico, acción decidida y unidad inquebrantable. Los jóvenes no necesitan admirar al prócer estático en un pedestal; anhelan comprender al estratega que veía diez movimientos adelante en el tablero geopolítico.
Despertar su legado significa entender que su guerra no terminó en Ayacucho; simplemente cambió de campo. Hoy se libra en los laboratorios donde se busca la soberanía tecnológica; en las escuelas donde se forja identidad descolonizada; en las fábricas donde se produce lo que se consume; en la diplomacia que teje alianzas Sur-Sur.
Bolívar no es un pasado del que enorgullecerse, es un futuro por construir. Su victoria final no será recordada, será vivida el día en que los pueblos de América Latina, unidos en su diversidad, puedan decir con plena convicción que son dueños de su destino, sin temor a sombras imperiales ni a cadenas mentales. Ese sería el veredicto final del maestro Rodríguez: Bolívar no debe ser un recuerdo, debe ser un verbo, una acción permanente de liberación.