Se percibe en el ambiente la extraña algoritmia del deseo, donde algunos connacionales, desde la distancia y comodidad, anhelan una intervención foránea, marcando las horas con la ansiedad de una Nochevieja, esperando no el Año Nuevo, aguardan un conflicto bélico. Esta postura, ceguera cómoda ante la realidad del fuego, genera angustia e ignora la textura brutal del conflicto armado. Recordemos, la experiencia más próxima a una hecatombe que hemos vivido fue el confinamiento de la pandemia. ¿Recuerda la parálisis, el colapso sanitario, la imposibilidad de moverse entre municipios? Multipliquemos esa sensación de vulnerabilidad por la brutalidad de la guerra.
En una guerra real, la primera víctima es la distinción entre inocente y combatiente, el invasor no preguntará por ideologías, las balas son anónimas, los proyectiles simplemente impactarán, no discriminarán aceras. Posteriormente, la infraestructura civil se desvanecerá. La escasez actual de medicinas se convertiría en ausencia absoluta. Imaginen la vida sin internet, electricidad, comunicaciones y agua potable; al caer la primera explosión sobre una barriada, la incertidumbre será el fantasma inmediato.
Una bomba que impacte en la comunidad destruirá edificios y redes completas de afectos, posiblemente tíos, hermanos, primos, suegros, nietos, amigos. La incertidumbre sobre la suerte de seres queridos, incluso sobre la posibilidad de un duelo digno, se instalaría como losa diaria. Los hospitales, si permanecen en pie, operarían como parodias de sí mismos, donde una herida por bala perdida sería “error de cálculo o error colateral” en un informe militar; no habrá consuelo.
Pregunto: ¿Quién pondrá los cuerpos en los espacios referenciados para el combate? Ciertamente, no serán quienes desde el exterior motivan las acciones bélicas. Mientras tanto, quienes promueven el caos desde la comodidad de otro territorio, su realidad no incluiría búsqueda de agua o entierro de familiares y vecinos.
Designar carteles, anunciar amenazas, crear grupos terroristas son movimientos en tableros donde la apuesta será la resignación del pueblo a vivir eternamente en vísperas de la tragedia, con el único resultado tangible de profundizar miseria y miedo.
Quienes apuestan esta carta desde el exterior, observarán el espectáculo a través del televisor, sin que la onda expansiva altere su cena. ¿La estrategia es condenarnos a una Navidad de zozobra, de temor constante, mientras la economía sigue el galope indetenible? La soberanía y paz son activos innegociables, demasiado valiosos para ser canjeados por fantasías. La paz, aunque imperfecta, es el único espacio posible donde se puede luchar por un futuro mejor.
