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 Por: Douglas Bolívar 

En mis tiempos juveniles tenía yo fama de diccionario. En las reuniones o congregaciones de los zagaletones del barrio, yo era el secretario general de la comisión encargada de esclarecer dudas del castellano. Así que si alguien soltaba una palabra rara, o en medio de la lectura se atravesaba una expresión estrafalaria, tranquilos, ahí estaba Douglas.
La cosa no era tan gratuita, porque efectivamente solía yo consultar constantemente el diccionario y cazar significados de palabras inusuales. Era una extraña obsesión, más bien era un pánico a la ignorancia, que me acosaba al mismo ritmo del hambre.

Pero no siempre regresaba yo a tiempo a la primera base, y en trance de tener que reconocer que no me sabía una, apelaba yo a la retórica y no decía un significado exacto y, más bien, decía que la analogía de tal palabra me decía que era algo asociado a…
"Douglas, ¿tú sabes lo que significa la palabra tecnológico?", me espetó Pedro Heredia, frustrado estudiante de ingeniería de la UC y hoy flamante taxista de su ciudad natal, Coro. No podía darme el lujo de admitir un desconocimiento. Y en estos casos sacaba yo mis comodines milagrosos, que contribuían a acrecentar mi prestigio. "Es una palabra compuesta, tecnología y lógica", pontifiqué. Y Pedro henchido de emoción. Pedro arrasado por el orgullo. Pedro desbordado de honor. Pedro al lado de una vaca sagrada veinteañera. Pedro un privilegiado de la historia.

Y así pasaron breves años, hasta que mi vicio de aplicar analogías y buscar asociaciones sufrió un aparatoso revés del cual hoy todavía me siento avergonzado.

Ocurrió que Frank Hernández, un característico amigo vallepascuense del que hoy, si tengo tiempo, les echaré un cuento, se refirió a alguna cosa para tacharla de redundante. ¿Redundante? Frank, por favor, no piratees tanto el castellano, Andrés Bello debe estar vomitando la bilis en su tumba ahorita.

Frank opuso tibia oposición, pero como quiera que un tercero presente en la cháchara se cuadró conmigo porque no concebía una equivocación mía (y menos cuando yo hacía defensa tan ardorosa), se convenció pronto de su equivocación. Y del árbol caído hicimos leña. "Coño, por favor, Frank, ¿de dónde crees que viene entonces la palabra rebuznar si no rebundar? Me extraña. ¿Por qué crees que le dicen burro a la gente que comete una burrada? "A éste le falta nada para rebuznar". Frank, es que la vaina es casi científica, ¿cómo te puedes pelar con algo tan fácil? Es que la misma palabra lo dice". Lo pulverizamos, lo desguañingamos, lo desbaratamos.

Entonces llegué a mi casa presto y veloz a buscar el significado exacto para darle una segunda tanda de palos a Frank. Y cuando yo me percato que no es rebundancia, que lo correcto es redundancia, aquella vaina fue un coñazo tan duro que el mundo se me desplomó. Qué vaina tan jodida. Es como ver al diablo en persona bailando en tangas.

Yo creo que Frank quedó tan convencido durante la cayapa, que no confirmó nada. En cambio yo tuve que evitarlo durante una semana en previsión de que se hubiera percatado y me tuviera preparada la guasa del siglo. Pero, fíjense, nunca más en la vida Frank volvió sobre el asunto.
Y es que efectivamente a veces Frank rebuzbana. A la memoria de hoy, Frank tiene más o menos el mismo tipo de cabello de Hugo Chávez. Algún metro 70 y una importante esbeltez. Coño, pero la cara. La misma cara de Henry ( ) el mismo actor que en La Rochela y después en Cheverísimo hacía los papeles de loca. Henry se reía de sí mismo diciendo que esa cara no la bajaba ni un jeep.

Pero lo de Frank no eran simples rastros. Su desgracia era actualizada, pues cotidianamente le brotaban espinillas que él se destripaba, dejando la enrojecida marca en su maldito físico.

La autoestima de Frank era otra vaina. Pero no era una autoestima intimista, vaya, Frank sentía necesidad de vociferarla. De modo que respondía sus saludos con grandilocuencias y redundancias chocantes. "¿Cómo estás, Frank?": Estupendamente estupendo. Magníficamente magnífico.

Frank por entonces era vendedor de Pasteur. Y se creía que estaba bueno, buenísimo. Frank se las tiraba de irresistible. Y eso podía pasar como una vaina normal de la pre adultez. Pero se tornaba realmente inmamable cuando también quería presumir, alardear de una labia, de un fondo argumental que no tenía, como lo demuestra la escasez con que respondía: estupendamente estupendo.

De modo que sus amigos lo tolerábamos a duras penas. Pero en secreto a voces las nenas vallepascuenses le decían "puente roto". Ninguna lo pasaba.

Un día, la perversión mía llegó al límite de confabularme con Antonio (un carupanero que había llegado a La Pascua huyendo de la peste de la pobreza y el hambre de su terruño natal. Era aspirante a boxeador, maratonista medianamente exitoso y mesonero explotado. Después reventó en evangélico).

Escribí una carta con una declaración de amor y la firmamos como Verónica Durán. La metimos debajo de la puerta de la casa de Frank. La vida de Frank cambió. Se sintió grande, se sintió Rockefeller. Pero lo guardaba en silencio, no nos decía nada, porque a fin de cuentas Verónica le resultaba un anónimo y se cuidaba de no estallar en júbilo evitándose un ridículo histórico. Pero Verónica siguió escribiendo sus cartas y sus amores y sus delicados vapores. Siempre desde la mirada de mami. Que tú si te vistes lindo, y Frank que se ponía sus corbatas estelares y compraba nuevas. Que tú sí eres fino, y Frank que no salía de los restaurantes más caros. A todas éstas, Verónica decía vivir en el sector más opulento de Valle de La Pascua y Frank que no paraba de dar giros y giros por una placita que estaba cerca de la quinta que él dedujo (sentenció) era la de Verónica. Pero los padres de Verónica se oponían y amenazaron con enviarla a estudiar al exterior (Delia Fiallo palidece ante la ocurrencia de mis dramas de 20 años).

Verónica cumplió años una vez y le dijo a Frank que era libre de asomarse por la finca de sus padres en la que se celebraría la rumba, en la vía hacia Las Mercedes del Llano. Más vale que no. Frank determinó que los pobladores de Las Mercedes necesitan ser visitados por Pasteur y así se enrumbó en un autobús de transporte público, a través de cuyas ventanas veía desfilar ante sus ojos fincas en hilera. Donde notaba más cabezas de ganado, listo, esa es, decía Frank. Inicialmente se mordía la lengua para no contarnos, pero era una experiencia tan gloriosa que era imposible no implosionar y gritarla al mundo. Pero se la guardaba. Qué ejercicio de paciencia.

Hasta que decidí profundizar mi plan, pues Antonio se lo relató a unas amigas con las que compartía residencia, quienes en el interés de saciar la ojeriza que le tenían al pobre Frank, se ofrecieron no solamente a transcribir las cartas (para disimular mi letra), sino que le estampaban un beso y le rociaban algún channel. Un toro contenido era Frank. Sobre después de aquella escena de Verónica castigada en la playa: Es de noche, ella se separa de sus padres y va hacia las rocas que golpean las olas. No deja de pensar en Frank. Cierra los ojos y empieza a frotarse, pensando acaloradamente en Frank. Se quita la parte de arriba del traje de baño y sigue pensando en Frank. Baja su mano lentamente y se desanuda el bikini y no deja de pensar en Frank. Se toca en nombre de Frank, oh mi Frank, si estuvieras a mi lado en este momento.

Fue mucho para Frank. No pudo más y nos contó a mí y Antonio. Hay que ver el sacrificio colosal que debimos hacer para impostar curiosidad natural, para que no se nos notara que éramos los artífices de aquel gran amor. Antonio y yo no cruzamos miradas, de haberlo hecho el estruendo de un 24 de diciembre a golpe de 12 de la noche se hubiera quedado pequeño. Cuando llegó al capítulo de Verónica desnuda al filo de las rocas pensando en Frank, yo, para seguir fingiendo mi descreimiento de la existencia de esa jeva y de la escena, dije con desdén: nojoda, Frank, esa vaina lo que provoca es hacerse la paja. Con desespero, como si yo le hubiera abierto la compuesta, una válvula de escape, y sintiéndome honesto en mi incredulidad, Frank dijo: "Coño, ¿y qué crees tú que hago yo todas las noches?". Nuevo esfuerzo de contención. Ejercicio de respiración por cuenta mía y de Antonio.

Y así siguió ese romance por varios meses. Frank odiando a sus suegros y adivinando las pistas que dejaba Verónica, porque no podía ser totalmente certera por pánico a su papá ganadero. Sin la menor duda que fue la época más feliz de Frank. Tanto, que la trama le desarrolló un tic psicológico de asesino en serie.
Al comenzar con el juego, naturalmente que la idea era en algún momento revelarnos como los conspiradores y cagárnosle de la risa en la cara. Pero era tal el enamoramiento que Frank fue desarrollando hacia su Verónica, que a su vez a Antonio y a mí nos fue cundiendo otro pánico. Acordamos que ninguno de los dos tendría las bolas de desbaratar la ilusión. Ambos teníamos la absoluta convicción de que en el momento en que le confesáramos la broma, Frank le descargaría una pistola al que lo hiciera. Pero no por la burla, sino por desbaratarle sus ilusiones, por romperle un sueño tan perfecto. Luego la vaina derivó en una película de terror. Antonio y yo hablando con las muchachas, suplicándoles que se llevaran el secreto a la tumba, que se mordieran los labios cuando tropezaran con Frank, que una revelación podía generar una tragedia de amor de primera plana. Yo topaba con Frank y en el saludo trataba de indagar si ya había descubierto la novela. Nunca tuvo la certeza. Hasta que me fui a Valencia a estudiar y, al regreso de unas vacaciones, me hizo saber que lo había sabido. Mi por entonces resentida ex novia le había dicho la verdad. Aun así, yo lo negué, me hice el loco como en mi vida me hecho y le cambié el tema.
Este es más o menos el resumen de aquel culebrón cuyos protagonistas tenían nombres con pegada dramática: Verónica y Frank, amor a la carta.

Las dos o tres veces que he visto después a Antonio, me ha negado que guarde los originales. Pero tengo la esperanza de que me haya mentido.

La fórmula era tan arrecha, que después la probé con mi primo Jean Carlos, quien trabajaba en un kiosco vendiendo tickets de lotería. Los mismos recursos: una niña de la zona le dejaba cartas debajo y por ahí no podía pasar ninguna adolescente porque quedaba determinada por Jean Carlos como la nena a la que le tenía doblada la quijada.

Cuando supo la verdad, le ocurrió lo mismo: no le amargaba la jodedera, le destruía el corazón que no fuera verdad. Fue el primer despecho de su vida en su era adolescente.

Y a su vez Jean Carlos le aplicó la misma receta a Ramón "Curtío" Blanco. Los mismos resultados. Curtío frenético con el levante que le mandaba desesperadas cartas de amor. Jean Carlos citaba al Curtío a la plaza Kúo en las noches y lo dejaba embarcado. Y Curtío inventándose excusas. Esos padres autoritarios que no dejan libre al amor.
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