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Niños invisibilizados por gobiernos que van y vienen

Por: Deisy Viana

Las calles de San Juan de los Morros son testigos mudos de un drama que parece no tener fin. Niños, pequeños espectros de una infancia rota, deambulan por las aceras y los mercados, mientras los ojos de la sociedad—cómplices del abandono—optan por mirar hacia otro lado. Algunos venden dulces, otros simplemente vagan, alimentando un destino incierto que nadie parece reclamar. Una realidad que se repite en cada ciudad y rincón del país y del mundo. 

Déjame contarte que ayer, en medio del bullicio del transporte público, un niño de no más de diez años, con la mirada endurecida por la sobrevivencia, se mofaba de un adulto mayor vendedor de caramelos. "Viejo sin dientes", le decía entre risas burlonas, mientras el hombre, con la dignidad herida, trataba de defenderse con palabras firmes. La escena escaló rápidamente: el niño, con los puños cerrados y el alma ensombrecida por la falta de límites, parecía dispuesto a enfrentar al abuelo con agresividad. Solo la intervención de los presentes evitó una desgracia.

Pero cuando el pequeño se alejó lanzando insultos a todos, algo en el aire quedó suspendido. ¿En qué momento fallamos? ¿Cómo un niño, aún en edad de moldear su carácter, ha aprendido más el lenguaje de la violencia que el de la compasión y el respeto? Gobiernos han pasado, leyes se han escrito, pero el vacío sigue ahí: las familias, muchas veces atrapadas en la precariedad, no asumen su deber de protección. Las instituciones carentes de recursos y gobernantes sin voluntad social hacen posible que estas y otras escenas se repitan a diario. Así, ellos crecen sin estructura, sin afecto, sin un norte. La calle les enseña sus propias reglas, reglas crudas que los endurecen y les roban la ternura que alguna vez pudo haber habitado en sus corazones, los futuros resentidos sociales destinados por la sociedad ciega a delinquir .

Las calles no deberían ser cunas de infancia. No deberían ser escuelas de malicia ni refugios de abandono. Y, sin embargo, ahí están, cada vez en mayor número, creciendo en un ecosistema donde la supervivencia reemplaza la inocencia, y la indiferencia de la sociedad se vuelve un cómplice silencioso; vulnerables de ser captados por factores negativos que los inviten a delinquir. 

La solución no radica solo en políticas públicas, en campañas transitorias de sensibilización debajo de un semáforo gritando consignas por media hora, se trata de hacer cumplir las leyes. Debe empezar en casa, en el núcleo donde cada niño aprende valores, límites y amor. La indiferencia, en cualquiera de sus formas, es una sombra peligrosa, capaz de perpetuar la herida de la infancia perdida. Es lamentable que muchos de ellos estén al cuidado de terceras personas porque sus padres les abandonaron o se fueron del país en búsqueda de oportunidades. Otros son explotados económicamente pero no hay organismo que ejecute una investigación y que los culpables asuman las consecuencias de sus actos. 

Como nos recuerda Proverbios 22:6: “Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él.” No es solo un llamado a la reflexión, sino una urgencia moral que debemos atender antes de que más vidas se extravíen en la jungla urbana de la indiferencia y la mirada ciega de gobernantes que solo repiten discursos baratos, que van y vienen sin pena ni gloria.

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