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Oscar Humberto González Ortiz

Era un sábado cualquiera, uno de esos días en que el murmullo de la rutina estaba presente, la monotonía pesaba más que nunca en la casa, el ambiente estaba denso; el televisor dejó de ser el compañero estimulante, convirtiéndose en eco distante que repetía los mismos programas una y otra vez. Así, con la mente inquieta, buscando romper con esa atmósfera de apatía y desgano, surge la propuesta de hacer algo. «¿Qué tal si salimos?», comenté con entusiasmo. La respuesta fue unánime: la idea de salir despertó sonrisas en los rostros de los niños, así como un brillo especial en los ojos de mi esposa, y exclamando la suegra: «¿Para dónde vamos?».

Así, nos dirigimos a un centro comercial, lugar que siempre guarda sorpresas, porque salgo de la región los Llanos a la capital. Después de equipar el vehículo, tomamos la autopista Regional del Centro y llegamos a un Centro Comercial en Caracas. Al entrar, el bullicio del lugar nos envolvió como manta cálida, las risas de los niños resonaban mientras corrían hacia la zona de juegos; sus gritos de alegría eran contagiosos y pronto todos nos dejamos llevar por esa energía vibrante. Mientras tanto, la suegra y mi esposa decidieron explorar las tiendas.

Es curioso cómo el concepto de centro comercial en las grandes ciudades evolucionó a lo largo del tiempo: es un verdadero ecosistema de entretenimiento y consumo. En éste donde nos hallábamos, cada paso que dábamos, descubríamos algo nuevo: boutiques exclusivas, locales para alimentación, objetos informáticos, curiosidades en tiendas de gadgets.

Caminamos por una infinidad de pasillos, cada uno de ellos un laberinto de luces brillantes, colores vibrantes en donde las vidrieras exhibían gran variedad de productos que atraían la atención como imanes. La experiencia era casi surrealista, las promociones parecían susurrar al oído, invitándonos a explorar más y más. En cada esquina, los locales contaban historias: desde la elegancia de la moda hasta la última tecnología en gadgets. Sin embargo, en medio de esta vorágine comercial, había un aire de incertidumbre. Buscábamos algo que no sabíamos del todo qué era, quizás un momento especial o simplemente un respiro de la rutina diaria.

A medida que avanzábamos, las risas de los niños resonaban como música alegre en el ambiente, recordándonos que la diversión siempre está al alcance; decidimos abrir nuestros corazones a ella (para no expresar: abrir la cartera). Fue entonces cuando el aroma de hamburguesas nos atrapó como un abrazo cálido en un día frío. «¡Vamos a comer!», exclamó mi esposa. Esa decisión transformó la búsqueda vacía en una misión deliciosa. Los combos llegaron a la mesa: hamburguesas, papas fritas y refrescos. A medida que disfrutábamos cada bocado, al sentarnos observé que cada uno tomó su celular por lo que ese momento gastronómico satisfacía el apetito físico alimentando también la conexión con las redes sociales y las fotografías.

Finalizado el almuerzo, el consumismo parece ser la norma para la conducta, resulta fascinante observar cuántos artículos estamos viendo, muchos de los cuales, honestamente, no necesitamos en absoluto. Mientras recorríamos las tiendas, estábamos atrapados en un mar de opciones: forros para celulares que prometían proteger los dispositivos; gorras que, aunque estilosas, terminarían olvidadas en algún rincón del escaparate; lentes que capturaban miradas, pero no cumplían con una necesidad real; camisas que se antojaban perfectas en ese instante pero que difícilmente verían la luz del día nuevamente. Cada elección parecía más una distracción que una decisión consciente. El cansancio se hacía palpable, probamos diferentes estilos y colores. Después de un sinfín de pruebas sobre el sentido detrás de las compras, en lugar de llevarnos a casa un nuevo par de zapatos o una gorra adicional que se sumaría a la lista de cosas olvidadas, decidimos optar por comer helados y churros.

Transitando los pasillos, seguidamente veo a los niños, emocionados por la idea de unirse a la moda del Pádel, comenzaron a hablar sobre la posibilidad de comprar raquetas y franelillas coloridas para jugar. Sin embargo, al instante recordé que ninguno de nosotros juega ese deporte, muchas veces nos dejamos llevar por las tendencias sin considerar nuestras habilidades o experiencias previas. En ambientes donde las redes sociales dictan lo que es popular, es fácil caer en el juego del consumismo impulsivo, aunque hay algo más valioso que seguir lo que está «de moda»; en este caso particular, decidimos que no era el momento para adquirir esos equipos sin tener un conocimiento básico del juego; en lugar de eso, propusimos organizar una tarde de aprendizaje en la cancha, donde podamos practicar juntos y entender realmente qué implica jugar pádel.

Así, lo que pudo haber sido una compra impulsiva, lo transformamos en una experiencia compartida llena de aprendizaje; a veces, lo mejor no es tener el equipo más moderno o seguir a ciegas la moda del momento, pues lo verdaderamente enriquecedor es disfrutar del proceso de descubrir nuevas pasiones en familia.

El gasto, acechando en todo

Como ya comenté en los párrafos iniciales, el día comenzó con la ilusión de una salida familiar que esperábamos que fuese económica, pero pronto se transformó en una travesía financiera inesperada. Desde el primer momento, el gasto de estacionamiento fue una pequeña muestra del caos que estaba por venir; el ticket parecía el recordatorio de que cada pequeño detalle contaba. Mientras que los niños exploraron con ojos brillantes las tiendas, los deseos de juguetes se mezclaron con la realidad del presupuesto familiar. La frustración fue palpable cuando regresaron cabizbajos, decepcionados por no haber podido adquirir esos anhelados juguetes que ahora parecían más atractivos que nunca. Por su parte, mi esposa navegó entre las estanterías, buscando esos artículos que no había planeado comprar, sólo para encontrarse con precios que no estaban en la lista mental. Y como si eso no fuera suficiente, mi suegra, en su búsqueda por las pastillas para la presión arterial, no las encontró en los estantes, llenándose de un aire de desesperación que parecía contagioso.

En medio de esta sucesión de reclamos y expectativas no cumplidas, quedé atrapado entre la necesidad de ser comprensivo y el agotamiento emocional que iba acumulando para el final del viaje, ya que aún faltaba manejar para regresar a casa; al final del día, enfrenté gastos imprevistos y recibí una lección sobre las complejidades de las salidas familiares: cada decisión financiera estuvo impregnada de emociones y deseos individuales, que convirtieron cada compra en una pequeña aventura cargada de significado.

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