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Podrá el árbol de guásimo escuchar el futuro

Oscar Humberto González Ortiz

Bajo la sombra modesta de una mata de guásimo, en el patio de la unidad educativa ubicada en San José de Guaribe, el aroma del café se mezcla con el polvo del camino y el resonar de las dudas de una nueva generación. Conversando con dos jóvenes estudiantes, la tertulia giraba en torno a un hombre de otro siglo, Pedro Zaraza, y de pronto salta a un documento escrito en 1815, lejos de allí, en una isla del Caribe: la Carta de Jamaica. 

La respuesta de uno de los jóvenes es espejo de su realidad inmediata: incertidumbre económica, presión de una supuesta invasión al país,  angustia familiar por la salud del padre y la carencia de recursos. Para él, aquel texto es una reliquia, un arqueológico pensamiento para un momento histórico que ya expiró. Esta percepción no es olvido, es  migración forzada de la memoria, un desplazamiento donde lo urgente opaca lo fundamental. 

La pregunta central no es si la Carta de Jamaica tiene aplicabilidad, lo consultado queda en esta interrogante: ¿seremos capaces de descifrar su lenguaje profético más allá de la letra? Simón Bolívar no escribió un manual de soluciones específicas para problemas del siglo XXI.  Su genio radicó en diagnosticar los patrones eternos que marcarían la vida de estas naciones recién paridas. 

El Libertador, desde su exilio en aquella isla caribeña, aparte de describir la geografía de la guerra, se anticipó a la anatomía de la paz por construir, visualizando los riesgos de la disolución, la tentación del caudillismo, la fragilidad de las uniones forzadas y la necesidad imperiosa de la educación como pilar de la república. 

Su análisis no fue la receta del diagnóstico, fue la brújula que marcaba la dirección del futuro. Hoy, frente a la polarización que fragmenta sociedades, sus palabras sobre la dificultad de aplicar “las reglas establecidas” en sistemas nuevos suenan con estruendo. No es que la historia se repita, es que los desafíos de construir sobre las ruinas de un imperio tienen répicas persistentes. 

Raíces bajo el guásimo 

El guásimo no es un árbol cualquiera en esta narrativa, es una metáfora viva. Este árbol, de madera fuerte y hojas que brindan sombra generosa, es común en los campos venezolanos. Bajo uno similar, no en Jamaica, seguramente en los llanos, Bolívar planeó batallas y soñó repúblicas. Es el árbol del pueblo, del que camina descalzo buscando refugio ante el sol ardiente. Elegir ese escenario para hablar de la Carta de 1815 no fue casualidad. Es recordar que las grandes ideas, aquellas que pretenden ser fundacionales, brotan de la tierra, del contacto con la gente, de entender las necesidades básicas y las aspiraciones profundas del pueblo. La Carta de Jamaica, aunque dirigida a un inglés, fue escrita con la mirada puesta en los hombres y mujeres que, como ese joven de Guaribe, luchan por su sustento. 

El mensaje que Bolívar daría en la actualidad no sería una interpelación directa. No señalaría con nostalgia su documento, sólo preguntaría: ¿Qué han construido con la independencia que ganamos? ¿Cuál es el proyecto unificador que ofrece hoy esperanza, como la ofreció la idea de libertad entonces? 

Ante la crisis de salud, recordaría su lucha contra las epidemias en las campañas, subrayando que la salud pública es la primera trinchera de la soberanía; frente a la economía asfixiada, hablaría de la imperiosa necesidad de producción nacional, del ingenio para crear e innovar ante el bloqueo y la adversidad, tal como él innovó en tácticas de guerra. 

Vería en las sanciones una forma moderna de colonialismo, un intento de someter por otras vías, y convocaría a la unidad latinoamericana como estrategia de supervivencia y prosperidad. Su llamado sería a una segunda Independencia, no contra un ejército español; se enfocaría contra los fantasmas internos de la desunión, corrosión institucional y la resignación. 

Le diría a ese joven que su lucha por llevar a su padre al médico es tan heroica como cualquier batalla del pasado, porque la patria se defiende primero cuidando a sus hijos. La Carta de Jamaica no es un texto fallecido. Es la semilla plantada hace más de dos siglos que espera, bajo la sombra del guásimo de cada plaza, de cada escuela, a que una nueva generación la riegue con la acción consciente de que la lectura crítica y voluntad férrea hagan de la adversidad el combustible del futuro. La historia no migró, está en pausa, esperando que la reactivemos con la misma audacia con la que aquellos titanes del siglo XIX rompieron cadenas. 


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