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Estadísticas que sangran

Oscar Humberto González Ortiz

La frialdad de los pasillos hospitalarios desvela una verdad: la medicina contemporánea atraviesa una crisis existencial donde su esencia humanista se diluye y pareciera estar perdiendo el alma. El lenguaje mismo manifiesta este desvío, ya que transformar un ser humano en “cliente” o “paciente número doce” no es un simple cambio de términos, representa la conversión del sufrimiento en transacción, la reducción de la persona a una unidad de producción o consumo dentro de un sistema.

Quienes enfrentan el cáncer con una esperanza frágil, quienes dependen de la máquina para limpiar su sangre, o aquellos niños cuya vida transcurre entre procedimientos, anhelan algo que trasciende un diagnóstico; su clamor es por el reconocimiento de su dignidad intrínseca que exige ser vistos, escuchados y atendidos con la urgencia que demandan. La crisis fundamental trasciende la escasez de medicamentos o equipos, representa una fractura ética que convierte a individuos con nombres, sueños y familias en meras estadísticas. 

La escasez de recursos es sólo la capa superficial del problema, este sistema, heredero de modelos que privilegian la eficiencia financiera, genera alienación inevitable en el personal sanitario. Agobiados por la demanda excesiva, algunos profesionales recurren al distanciamiento emocional como mecanismo de supervivencia; así, frases como “ojalá se muera para que no sufra” emergen no como muestra de crueldad: es síntoma de colapso moral institucionalizado.

Las clínicas privadas ven en la enfermedad un negocio; los laboratorios en los medicamentos, una mercancía; las aseguradoras en los pacientes, un riesgo calculable. Mientras tanto, pareciera que, en los centros de salud públicos, la falta de recursos justificara la desaparición de humanidad.  

Esto constituye el síntoma evidente de un sistema que mercantiliza el sufrimiento humano; por consiguiente, la deshumanización no es un accidente, es la consecuencia lógica de un paradigma que valora las métricas por encima de las miradas, los informes sobre el consuelo y los balances económicos sobre el cuidado integral. La política sanitaria, al ignorar esta realidad, legitima un entorno donde el dolor se gestiona en lugar de aliviarse, donde el grito más profundo se ahoga en el silencio de los protocolos.

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