Tu Portal de Noticias

 


Derechos sin deberes, ¿dónde queda la educación? 

Oscar Humberto González Ortiz

La docencia siempre ha sido una profesión que demanda entrega absoluta. En Venezuela, esta vocación se forja con ejemplos luminosos:  Simón Rodríguez, el maestro del Libertador, enseñaba letras y números como también sembraba ideas de libertad, de patria grande, de ciudadanía crítica. Andrés Bello, desde su erudición, construyó pilares gramaticales y jurídicos de naciones emergentes. 

Estos gigantes no operaban en entornos de comodidad, educaban en la intemperie de una América convulsa, con recursos precarios pero con convicción inquebrantable. Sus herramientas principales no eran el castigo, fueron la fuerza de las ideas, paciencia ilustrada y fe profunda en el porvenir que se construye desde el aula; esta abnegación es el legado que ha cargado sobre sus hombros el maestro venezolano. 

Mi súper madre, maestra jubilada, es testigo viviente de esta epopeya silenciosa: sus jornadas comenzaban antes del amanecer preparándome en ocasiones el desayuno y terminaba bien entrada la noche, corrigiendo exámenes a la luz de un bombillo, planeando lecciones con hojas de papel escasas, y convirtiendo cada objeto cotidiano en un recurso pedagógico, aparte de que revisaba si cumplí con mis deberes escolares, “la tarea”.

En mi infancia, recuerdo la figura del docente como una autoridad respetada, tanto por el alumno como por la familia. Existían métodos correctivos que, vistos con la óptica actual, pueden parecer excesivos. Lo que encontrara,  correa, chancleta,  regaño fuerte en mi hogar, eran herramientas de un contexto social diferente, donde la línea entre la disciplina y el castigo era difusa. 

Sin embargo, detrás de aquello había un pacto tácito entre la familia y la escuela: ambos remaban en la misma dirección hacia la formación del ciudadano de bien. 

El desdibujamiento de la autoridad docente 

En la contemporaneidad, ese pacto se quebró. El docente de hoy enfrenta paradojas desgastantes. Debe tolerar a niños intolerantes, respetar a alumnos irrespetuosos y callar sus opiniones por miedo a “traumatizar” al estudiante. Llega al aula desarmado en ocasiones “sin reglas ni normas”, sólo con cautela extrema. El simple acto de retirarle el celular que distrae al estudiante puede desencadenar una reacción violenta de los padres, una denuncia en redes sociales, radio o televisión o incluso amenazas legales. 

La Ley Orgánica de Educación de la República Bolivariana de Venezuela, en su artículo 6°, establece que la educación es un derecho humano y un deber social fundamental. No obstante, este derecho parece haberse interpretado de manera unilateral, centrándose casi exclusivamente en las prerrogativas del estudiante, mientras se diluyen sus responsabilidades. 

Muchos padres, en actos de proyección comprensible, exigen docentes excelentes, correctos y exigentes. Paradójicamente, son los primeros en sentirse agraviados cuando ese mismo profesor aplica la corrección o demanda disciplina. La escuela pareciera un depósito donde dejar a los niños que en casa no se pueden “aguantar”. Se transfiere toda la responsabilidad formativa al sistema educativo, mientras se desmonta sistemáticamente su autoridad para ejercerla.

Esta dinámica crea ambientes donde superar la anomia se vuelve complejo y contradictorio: al atarle las manos al maestro, el alumno percibe que no hay consecuencias y los padres actúan como abogados defensores en lugar de corresponsables de la educación. ¿Qué consideras que debe haber dentro de las aulas? La respuesta puede trascender el orden o la disciplina. 

Necesitamos reconstruir ecosistemas de corresponsabilidad. Espacios donde los derechos humanos sean la brújula que guíe tanto la protección del niño como el respeto al maestro;  en los que el derecho a la educación de calidad del estudiante esté indisolublemente ligado a su deber de respetar, esforzarse y aprender; que sea un ámbito en el cual el derecho del docente a ejercer su profesión con dignidad y autoridad represente el deber de actualizarse, de ser empático y de guiar con ejemplo, y, por supuesto, donde el derecho de los padres a ver a sus hijos formarse implique el deber primordial de educar en el hogar los valores de respeto, empatía y responsabilidad.

La Ley Orgánica de Educación contempla la participación familiar como principio rector. Es imperativo activar este principio más allá del papel. Se requiere una educación con deberes explícitos, tan claros y defendibles como los derechos. Un contrato social renovado que, sin nostalgia por métodos pasados, restablezca el equilibrio. El aula debe ser un microcosmos de la sociedad que aspiramos: justa, equilibrada y donde la libertad de cada uno termine donde comienzan los derechos del otro. 

El legado de Rodríguez y Bello no fue criar súbditos obedientes, fue formar ciudadanos conscientes de sus derechos y obligaciones, recuperar ese equilibrio es el desafío político y social más urgente para salvar la educación. 


Artículo Anterior Artículo Siguiente