¡Ay, qué dolor!
Por: Deisy Viana
Cada quien vive el dolor a su manera. Algunos lo gritan, otros lo callan. Algunos lo transforman en arte, otros lo entierran en el silencio. Yo lo escribo.
Déjame contarte que hace poco falleció una profesora, Yarith Hernández, con quien compartí no solo actividades institucionales, sino también afectos cotidianos. Vecina querida, mujer admirable, a quien nunca me cansé de decirle: “Profe, usted es admirable”. Hoy me cuesta creer que ya no está. Me duele el dolor de sus seres queridos, aunque mi rostro tal vez no siempre lo diga. Algunos interpretan mi serenidad como indiferencia, pero no saben que el dolor también se desvela, también se llora en soledad y se camina en silencio.
Existen muchas formas de dolor, me preocupan amigos que están atravesando momentos difíciles. Quisiera tener una varita mágica para resolver sus problemas, pero no la tengo. Lo que sí tengo es presencia, palabra, intención. A veces mis mensajes parecen duros, lo sé. Pero no nacen del juicio, sino del deseo profundo de verlos despegar. No quiero que se queden atrapados en la conmiseración. No es indiferencia, es amor que empuja, que sacude, que despierta, porque para mí son importantes y me duele su dolor.
Salgo a la calle y me duele ver la impunidad, las injusticias, la necesidad en los rostros de gente que ni conozco, que ya se sienten cansados de esperar. No puedo cambiar todas esas realidades, pero sí puedo cambiar la mía. Y desde mi espacio, tender la mano, ofrecer una palabra capaz de sacudir el viento, una idea que alivie y muestre la salida, un abrazo sanador que grite desde el alma: ¡Estoy aquí!. Porque el dolor no solo nos rompe: también nos moldea.
El dolor también es parte del proceso de fortalecimiento y aprendizaje para forjar el carácter. Nos enseña a resistir, a discernir, a valorar lo que permanece, a ser resilientes.
¿Pero, qué hacer cuando el dolor te paraliza o sientes que te exprime? Cuando el dolor te arrincona y percibes que no puedes más, respira. No huyas de él, pero tampoco te quedes a vivir en su sombra.
Habla, escribe, camina, ora. Busca una voz amiga, una canción que te levante, una causa que te saque de ti, de ese momento que te ciega en un laberinto que parece no tener salida ¡Haz algo!
Recuerda que el dolor no es el final del camino, sino una curva que puede redirigir tu propósito.
Y si no puedes avanzar, quédate quieto… pero con la esperanza encendida y la moral en alto. Porque incluso en la quietud, Dios obra.
“El Señor está cerca de los quebrantados de corazón, y salva a los de espíritu abatido.” (Salmo 34:18)
Este versículo no es solo consuelo, es promesa. Nos recuerda que no estamos solos en el dolor. Que incluso cuando nadie lo nota, Dios sí lo ve. Y en su tiempo —no el nuestro—, nos levanta, nos restaura y nos da nuevas fuerzas para seguir. El dolor puede ser temporal, circunstancial ¡según tu decisión!, quédate con la cicatriz de la experiencia vivida, con el propósito redefinido, con el carácter fortalecido, las metas reestructuradas, la mentalidad resiliente, la autoestima en su justa medida, la paz en medio de la tormenta y con los recuerdos bonitos. Y cuando sientas explamar: ¡ay qué dolor! Recuerda que esto también pasará.
